
A propósito del día internacional de la mujer, que obviamente se celebró hace algunos días, estuve recordando una anécdota.
El primer día en el internado de una escuela inicial, tenía aproximadamente entre cuatro y cinco años, iba con la consigna que me había dado mi padre: cuidar mi lápiz, borrador, tarjador y mi abecedario de cartón. Me sentaron al lado de una nena de lo más engreída, en un momento que la maestra salió del aula, la niña cogió mi útil de escritura y con el puño cerrado, estrelló mi lápiz Faber Castell contra la carpeta, ciertamente se partió en dos.
Ella reia a carcajada limpia, ante esa acción me quedé mudo de terror por perder mi carboncillo, lo único que atiné fue quitarle las dos mitades; empezó a llorar a “moco tendido”, la chiquilla gritaba y lloraba como si la estarían matando, estaba confundido por la actitud de ella, hasta que llegó la pedagoga.