NO ESPERES QUE TE OLVIDE
¿Recuerdas cuando te quedabas a dormir
en la vieja casa de la Rue Saint Antoine? Apenas había amanecido y el sol del
verano al entrar por la ventana jugaba con pequeñas briznas de polvo. Nos quedábamos
mirándolas en silencio hasta que uno de los dos decidía levantarse para el
refrescante baño matutino. Tú me decías que eran pedazos de tu alma que vagaban
inquietas en busca de cariño. Me habría sonado cursi si una lágrima no hubiera
brotado de donde nace la amargura. Tus expresivos ojos verdes se
impregnaban de nostalgia. Sin saber muy bien a qué venía aquel comentario,
sonreí. También tú sonreíste cuando te abracé acariciando tu largo cabello
sedoso y claro, primero suave y después más fuerte. Permanecimos así
hasta que sonaba el aromático silbido de la cafetera. ¡Te gustaba tanto el
café!
Desayunábamos como si nada
ocurriese, como si el movimiento se hubiese llevado el polvo y todos nuestros
problemas. ¿Aquellos días por qué no sacaste a pasear tu amargura, tus dudas,
tus recelos? Cómo cuándo discutíamos por tonterías y decidíamos que llevaríamos
días sin hablarnos y te ibas a donde fuera. Andábamos y andábamos por
aquel barrio bohemio, por la concurrida Rue Saint Paul Ouest de Montreal… y no
regresabas hasta que, de “acuerdo mutuo”, todo lo que pensábamos y sentíamos
había salido a pasear con nosotros. “Acuerdo mutuo”, siempre intercalabas algún
tecnicismo legal para recordarme que eras parte de la abogacía y ella de ti.