LA
PANTYHOSE... EN SAN VALENTIN
La
noche anterior había dejado cubierta de blanco pistas y veredas, luego, la lluvia
de nostalgia regó la tarde, para que apareciera tan gris y tan plomiza, ni los
pajarillos que revoloteaban posándose en las ramas de los árboles sin hojas,
alegraban la ciudad.
El invierno, había encendido la calefacción,
en algunos casos, las chimeneas, también, las luces de los edificios y casas
familiares. Yo observaba detrás de las ventanas, al calor del hogar, sentado en
mi sillón preferido y con un libro entre las manos, (era un libro otoñal, pues
las hojas amarilleaban y las letras llevaban gafas después de ver a tanto
lector afanado que se cubrían las piernas con mantas de polvo eterno), cómo
pasaba la lluvia sembrando de noche los tejados.
También esperaba con ansia el día de “San
Valentín” que con tanta fuerza de voluntad habías logrado que me contagiara del
entusiasmo de nuestros amigos, y volviera a creer en la amistad y en el amor.
“Te extrañé tanto aquella tarde, recordaba
nuestro viaje a Massachusetts, recorriendo el espectacular paisaje que había
dejado la nieve, escuchando las sensibles notas de las canciones de Leonardo Flavio,
la alegría con que seguías las letras y me pedías que cantara.
“La Quinta” de Boston, fue testigo de esa
privilegiada complicidad, aquella noche, fue increíble. Cuando llegamos a casa
te enfadaste por alguna tontería, y desde aquel día, dejé de percibir la
sonrisa de tus ojos”.
Aquella tarde esperaba también a que llegaras,
como siempre, me dieras un beso, me pasaras una mano por mi cara y me narraras
como cada tarde, las incidencias de un arduo día de trabajo sin sobresaltos.
Cuando de pronto, un resplandor abrió una
brecha en el cielo y se iluminó la tarde. La noche descendió hasta acabar bajo
las hojas caídas y el azul escapó a raudales, y surgió la luna brillando en
plenitud.
Tuve el deseo de abrazarme a la calle en el cercano
barrio oriental,
a contagiarme de la celebración del año nuevo chino, a pisar
los charcos, a respirar el húmedo olor de la tierra y de los árboles vacíos, a
descubrir los misterios de aquel claroscuro, a revelar esos cambios tan
contradictorios en tu estado de ánimo.
En ese mismo instante, acababas de entrar en
casa, sacándote con dificultad el largo abrigo. Te percibí adusta, tan desabrida
como el frió invierno, pero con tu cabello suelto, mojado, enmarañado, que
acentuaba tu belleza. Traías, además del aroma tan peculiar, otro tedioso día
de trabajo, y la furia saliendo por un pequeño agujero dibujado en la media
negra que compramos con urgencia en esa conocida farmacia de Boston. Justo
donde la falda de ejecutiva y esa
coqueta abertura no era capaz de cubrir.
Observé la piel blanca de tus suaves piernas,
asomando, casi imperceptible por aquel hueco que también surgió brillando. Como
por encanto olvidé tu enojo y me sentí libre. Tuve el deseo de no salir a la
calle. Recordé los buenos momentos, respiré profundo, y decidí quedarme a
desvelar el secreto de tanto enfado.
Arturo Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE TIEMPO
Boston-Massachusetts, 2011
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