SEPTIEMBRE TRISTE
Aquel 11 de septiembre del 2001, Celia
amaneció con fiebre. Estaba durmiendo en un apartado lugar de Subway paradero
46 de Astoria – Queens, cuando una luz blanca y cegadora la despertó.
-“Hoy es el día del Apocalipsis”.
Le anunció un compañero, también indigente que
bebía vino muy cerca de ella.
- Carajo, que calor le contestó Celia.
- El fin del mundo se acerca. Continuó diciendo el hombre.
- Confiesa tus pecados, hoy es el día del juicio final.
Celia tenía la boca pastosa
y le dolía todo el cuerpo. Un buen trago, eso era lo que necesitaba para
engrasar su esqueleto anquilosado.
- Hey, hermano- le dijo a su compañero ¿Me pasas un poco de sangre de
Cristo? - El indigente la miro furioso.
-“Irán
todos al infierno- le contestó-, y tú la primera por blasfema”
Y le estrujó un pecho con fuerza. Pero Celia ese
día no tenía ganas de pelearse, esa jornada no. En
otra ocasión no le hubiera importado darle una buena patada en los huevos.
Celia estaba enferma y necesitaba desesperadamente algo de alcohol.
Inició
entonces la ruta que hacía a diario, la procesión, como la llamaba ella.
En el barrio
de los árabes de Steinway había algunos bares en los que le pondrían algún vaso
descartable de vino con tal de que no molestase a los clientes. Eran bares
oscuros, con las paredes cubiertas de grasa donde se dejaban caer los
borrachos, los viejos y algún que otro paria sin hogar.
Celia los recorría todos,
siempre en el mismo orden, y bebía lo que le daban, las sobras, como a los
perros. La mayoría de las veces tomaba vino y, cuando había suerte, un traguito
de vodka o de ginebra.
En el bar de Juan siempre le esperaba un
carajillo de anís del Mono con su cucharadita y su sobre de azúcar. Era su
bebida favorita, la prodigiosa mezcla que aliviaba por unos momentos su mal
carácter.
Pero aquel día, ni el vino le entraba. Iba dando tumbos por las calles
malolientes de esa parte de la ciudad, protegiéndose como podía de un sol
intenso que lo bañaba todo con una luz irreal. Había vomitado un par de veces y
no dejaba de sudar. De tan espesas que eran sus lágrimas, le pareció, incluso,
que lloraba sangre.
- “Carajo -se dijo a sí misma-, como el Cristo de mi
pueblo.
Vaya puto día que tengo hoy”.
Un carajillo, eso era lo que necesitaba, un
buen carajillo caliente. Se salto un par de bares de la ruta para ir
directamente por el.
Pero ese día, el bar de Juan no parecía el
mismo. La clientela habitual se concentraba alrededor del viejo aparato de
televisión. Silenciosos y cariacontecidos, parecía que los parroquianos
estuvieran velando a un muerto.
En la tele, un avión se estrellaba una y otra vez contra un rascacielos
¿o eran dos?
Celia no podía asegurarlo porque estaba cada vez peor. Tampoco pudo
tomarse el carajillo y tuvo que salir a la calle a vomitar. No se atrevió a
volver, por lo que decidió ir hasta la próxima parada de su vía crucis, en el
bar de Ibrahim, pero lo encontró cerrado.
- “Los árabes se han ido- le gritó la tendera de la frutería de al
lado-
- Se les va a caer el pelo a todos esos terroristas de mierda.
A la horca los enviaba yo, hijos de puta”
¿Qué le habría pasado
a Ibrahim, el libanés bondadoso y barrigón que le trataba como a una princesa y
que siempre le obsequiaba con una copita de arak? Tampoco le importo. En las
condiciones en las que estaba, seguro que el Arak no le hubiese podido ni oler.
Volvió a la calle y se dio cuenta de que la gente que pasaba
reaccionaba de una forma rara. O no hablaban o lo hacían de forma compulsiva,
discutiendo sobre temas que Celia no entendía. Agarraba frases al vuelo, frases
que no parecía tener sentido: “Esto puede acabar en la tercera guerra mundial”,
decían, “Los de los pisos más altos saltaban desde las ventanas”, “es lo peor
que he visto jamás”…
El sol era cada vez más fuerte. Parecía realmente que aquel era el día
del Apocalipsis final. Celia empezó a delirar. Dormir, solo quería dormir,
lejos del sol, del ruido de los autos, de los bares atestados de gente. Entró
en un cajero automático y se tumbo en un rincón. Allí podría descansar. Cerró
los ojos y se dejo ir…
Si, no había duda, aquel era el
día del fin del mundo o, al menos lo fue para ella.
Arturo Ruiz-Sánchez/
PEDAZOS DE TIEMPO.
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