jueves, 14 de noviembre de 2013

CAFE CON DESVARIOS Y REFORMA MIGRATORIA



CAFE CON DESVARIOS Y REFORMA MIGRATORIA
                                                        
Es un día cualquiera, estoy solo y ni siguiera doña fortuna me acompaña. Hoy no conseguí chamba en la esquina de “la esperanza”, decido tomarme un café reflexivo y observo tras los amplios ventanales del Oasis Coffee de este barrio latino de Elizabeth. 
Todo es una confusión, la lluvia incesante obliga a muchas voluntades a guarecerse con paraguas multicolores de este diluvio de octubre.

    Es el letargo del estío que fluye olorosa bajo las gotas de agua que se estrellan en el pavimento, creo que después nos cubrirá el sol con sus rayos de la estación y quizá en unas semanas nos dejemos abrazar por el frío invierno, y así sucesivamente en este incesante girar de la vida, donde nada se detiene, ni siquiera la muerte.

        Es uno de esos momentos de desanimo espiritual, a veces creo que no tengo ningún derecho a quejarme ni a lamentarme de este país, en el cual estoy por decisión propia, decisión, que el sistema que impera, no comparte, y desde luego, aboga para que me regrese cuanto antes. Aquí también se convive con la miseria, las injusticias, el poder, la corrupción, la especulación, todo ello "florece" por doquier. 
        Estos pensamientos derrotistas, juré serían epidérmicos, esporádicos,  transitorios, superficiales; pondría todo mi empeño por mantener la serenidad interior, es una lucha constante, diaria, y en ocasiones pierdo,  porque mi sensibilidad no puede sustraerse al dolor de vida y ante ello solo puedo oponer silencio, y dizque dejarme llevar por la triste sonrisa de la melancolía, tentadoramente atractiva bajo su manto blanco de quietud, de abandono...  de mullida y tierna desgana, inapetencia, consciente somnolencia turbadora…

         A veces me dedico a pensar !Oh sorpresa! !Aún pienso! 
Encuentro que mi vida no tiene mucho sentido. Desearía de un plumazo cambiar el rumbo, comenzar a reinventarme en esta tierra lejana llena de contrastes, en donde vivir y tener un empleo, es un reto diario, donde existir ya es un privilegio, quisiera ser más coherente, cerrar los ojos y soñar que todo tiene una explicación más allá de mis cálculos matemáticos.

      
A veces desearía escribir, empero lamento no tener ese don divino de conjugar las palabras, de hacer con absoluta pericia de cada línea, dulcísimas poesías o retóricas prosas; debo conformarme con escribir uno que otros versos cojos (como diría un buen anónimo ex amigo) y que yo, con generosidad llamo a esos escritos: “mis garabatos literarios”.

    Fui el único hijo varón de una familia donde imperaban las mujeres y por ende, el matriarcado, mi abuela a la cabeza me convirtió en un niño consentido, mi madre premiándome con propinas inmerecidas, con “ropa de marca”, mis tías pagándome los colegios y cursos extracurriculares, más otros beneficios que me hacían sentir la presión de crecer entre mujeres y descubrir que me abrazaban ansias desconocidas.

 Mis años de escuela fueron tormentosos, viví entre  las burlas crueles de mis compañeros y el deseo ferviente de huir de casa, de esa habitación húmeda y nauseabunda, mirando el viejo y raído cielorraso, pensando porquerías,  temiendo la seguridad de mi opción sexual y cagándome de miedo de que se den cuenta de mis desvaríos. Había noches que no conciliaba el sueño, mis pensamientos me hacían sentir que era un cerdo y esos demonios internos me culpaban de mis patrones de conducta, de ser un idiota, un gusano.

      Quería por todos los medios desembarazarme de mi entorno familiar y no encontré mejor pretexto que hacer el servicio militar; quien iba a decir con que facilidad me aceptaron y un día que definitivamente me marcó, me sentí un soldado más de nuestra boba patria.
Fui inquilino de la escuela de oficiales en Chorrillos, distrito al sur de Lima. Lugar donde me reconocí multitud y conviví durante dos largos años con la diversidad étnica de Perú. Por mi estatura, muy alto para la gran mayoría de nuestros soldados y por hablar perfectamente el inglés, destaqué desde el primer día.
      Situaciones “particulares” coadyuvaron a que mi estadía se simplificara en cuanto al trato con los jefes y demás compañeros. Accedía a mejoras en el rancho, a los permisos continuos, a una que otra conexión simpática con los oficiales que en algunos casos me pedían clases de ingles. Los fines de semana teníamos salidas y casi siempre en los alrededores se apostaban cual puerto del amor, modernos autos, disimuladamente con lunas polarizadas y en cuyo interior maricas clase media-alta  tentando a los soldados de la patria.
 Después de mucho tiempo y por casi dos años bebí el zumo dulcísimo de la relativa independencia y me contagié de una gran dosis de peruanidad en todos sus matices. Hasta que se terminó mi fortuna y tuve la desdicha de regresar al seno matriarcal.

       La idea de venir a USA calmó un poco esa agonía, después de hacer el servicio militar maduré la idea y consolidé esa meta trazada, prometí no ser más la oveja negra, prometí cambiar mi vida, juré no dejarme chantajear por esos demonios internos que decían que mi vida era pestilente y no valía nada.

     Pensé que iba a tener problemas para llegar, sobre todo porque hacía algunos años, dos aviones comerciales dirigidos por terroristas atentaron contra las torres gemelas, además, por la situación económica tan crítica de este “mundo globalizado”.

    Gocé el privilegio de la libertad lejos de mi familia, tenía intención de encontrar chamba, ganar dinero y vivir en New York: libre e independiente.

      Como por encanto estaba caminando por Broadway, me sorprendí que mucha gente hablara español, imaginaba la cara de mis amigos viéndome aquí con algunas de estas lindas mujeres que se cruzaban por mis ojos.
 Traté de buscar trabajo por la séptima avenida en Manhattan y lo único que distrajo mi atención, fueron los sex chops, entré a varias tiendas y me preguntaban- ¿Cuántos años tienes?  Querían estar seguros de mi mayoría de edad, paradójicamente en la calle, un negro gordo, ofreciéndome vídeos pornográficos.

     Pude sobrevivir a mi primer trabajo en Elizabeth New Jersey, no duró mucho tiempo, me despidieron. Sentía mi porvenir más negro que la propia muerte, quedé con sentimientos encontrados, por un momento estaba feliz de haber perdido esa ocupación que detestaba, y por otra, mi realidad pesaba toneladas, sin dinero, solo, en un cuarto de madera.
Allí vaciaba todas mis frustraciones, todos esos recuerdos me atormentaban, todo lo que allí cabía era mudo testigo de mis sufrimientos, en un instante recorría miles de kilómetros y recordaba mis ilusiones fallidas, era difícil, la sensibilidad de la distancia y los errores de mi pasado se apoderaban de mi, era tarde, absolutamente, las lágrimas inundaban mis ojos y mis pesares quebraban mi alma hasta sentirme al borde de la locura, quería abrirme las venas, pretendía  suicidarme, como Petronio de la Roma neroniana.

     Tantos largos días y noches de hambre y sed me obligaron a recorrer  calles, deambulando, tratando de encontrar algún trabajo. En todos los lugares me pedían alguna identificación: el “Social Security”, documento que no tenía, precisamente por ese puto documento, conocí el barrio latino de Queens, recorriendo sus calles llegué a la Roosevelt, una vía larga, bulliciosa, recordándome algún barrio de mi país, efectivamente en algunas esquinas, escuchaba ofrecimientos de la famosa tarjetilla “social”, “social” por $ 50 dólares,  miradas subterráneas, anónimas voluntades se dirigían a mi, lejos de darme confianza, despertaban suspicacias. 
Mierda, que infeliz y que inútil, ni siquiera aun podía acomodarme a esa situación marginal, el vivir entre mujeres tan decentes no me permitía decidir en comprar esa “Green Card”, empero, si recibí tarjetas de mujeres que alquilan sus caricias y su sexo, despertaban curiosidad en mi, estaba cansado de mi celibato, quería debutar, esos vídeos y lecturas pornográficas quemaban mi cerebro y me consumía una idea que me obsesionaba: cambiar mi lugar en la esquina de la esperanza y jugar a la suerte de conseguir chamba como “caballero de compañía” o ser actor porno, “mis medidas me avalaban”…
En esa situaciones andariegas accidentalmente llegué a la cuadra 90 de la Roosevelt Avenue, un local atiborrado de algunos seres que ingresaban en actitud esperanzadora, como si aquel lugar fuera un oasis en medio del desierto materialista, por curiosidad ingresé y pude averiguar algunos servicios que brindaban a todo inmigrante, sentí alivio, después de tanto transitar creí tener alguna posibilidad en ese hospicio de la esperanza, así, como caminante errante, llegue a hacer camino en New York, “Make The Road”.

    En la noche al llegar a mi habitación del barrio de Corona me dejé vencer por  la tentación de masturbarme. Disfruté de las largas sombras del atardecer, del sonido sordo de esta ciudad en un bostezo vespertino, de la efímera alegría de una vuelta a mi cuchitril para liberarme la obligación de pensar, y abrazarme a la libertad de un personal espacio tiempo, ceñirme a mis libros como bocas cerradas, dispuestos a verter tanta sapiencia en cornucopias ahítas de deliciosos sabores, como dorados almíbares, como exquisita ambrosía, como dulcísimos licores que embotaban y aturdían el pensamiento... de nuevo la esperada soledad y el añorado silencio.

   En las noches estoy perturbado, inquieto, aún me asusta esta distancia,  esta soledad. Escribo mientras escucho los incomparables gorgojeos operísticos de Luciano Pavarotti, cascadas de ideas, de conceptos metafóricos. Expresiones, sentimientos profundos aliñado con un substrato filosófico de hondo calado ¿invaden mi cerebro?

 Entre afanes y desvaríos necesitaba sentir una fuerza divina que me rescatara de mis desánimos, había perdido la noción del tiempo y un domingo cualquiera me invitaron a una iglesia cristiana que no recuerdo el nombre, o mejor no mencionarlo. Pequeña iglesia de esta vieja ciudad frente a un restaurante argentino muy conocido
, mientras escuchaba al pastor, sentí el entorno totalmente iluminado, una fuerte luz cegó mis ojos, debilitó mi cuerpo y me desvanecí. Al día siguiente desperté de un profundo sueño en el pabellón psiquiátrico del Elmhurst  Hospital…

 En estos meses se escuchan algunos rumores de reforma migratoria, yo no sé si quedarme, porque mi familia me implora que regrese, y por estos días en esta esquina de La Palmita es difícil obtener trabajo. Aún no consigo el famoso “social”, todo esto me hace sentir que no soy de aquí ni soy de allá,  (Como  decía Facundo Cabral). 
Trato de esquivar mi mediocridad, mis temores, aún estoy desconectado, no quiero volver con mi familia, no deseo pensar en el sobre que me llegó del hospital. Resulta que ahora también estoy endeudado. 
Me dejo seducir por la inmensa propaganda del mundial de fútbol de Brasil 2014, siento esa seducción como un alivio, y sonrío cuando los comentaristas de los canales latinos sobrevalúan a una selección, ellos  jugaran en un repechaje para asegurar su boleto a la magna cita. Comprendo que el marketing también juega un papel importante, ellos, los hijos de Benito Juárez creen y están encantados con lo que dicen de su equipo. 
Percibo ser un muchacho común y silvestre, por primera vez después de mucho tiempo, respiro, existo, vivo... Hoy gozaré de horas, de momentos, de recreo fugaces, como pájaro liberado al firmamento.

 A través de los cristales del Oasis Coffee veo que escampa, la lluvia dejó las veredas húmedas y reciben apresurados pasos de una diversidad de voluntades, ataviados de multicolores vestimentas, es el contraste de este famoso barrio latino, muy cerca, a la “Casa de la Esperanza”.


                                         Arturo Ruiz-Sánchez/JORNALEROS     
                                                          New York,  2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario