MADRUGADA DE VIERNES
El
día fue apacible, nada hacía presagiar que la llegada de la noche traería la
tormenta. En la avenida, las veredas exhalaban intensamente, mientras ríos de
lluvia negra rebasaban los acueductos. El cuerpo de Montse se derramaba como se
vaciaba la ciudad. Un relámpago, un agudo dolor, un fragor, una sucesión
interminable de astricciones.
Como el aguacero, todos sus fluidos se alborotaban como torrente
subterráneo, dirigidos por el pequeño Pol que, con las manos cerradas, conducía
la pugna por salir. Sumergido en su alberca de líquido acuoso, deseaba
fragmentarla. Montse inducida por las fuertes contracciones blasfemó:
– ¡Deja de zarandearme pequeñajo!
– ¡Me cache en la mar! y luego apretó los
labios para no gritar. Organizó el bolso y llamó un taxi.
Salieron
de la casa en Carrer Mestre de Cubelles, 50 minutos separaban de la pequeña
ciudad a la gran urbe de Barcelona; eran las tres y treinta de la madrugada y
el taxi no corría, volaba. En la calle los demás autos eran conducidos
prudentemente, la lluvia era intensa, pero los gritos desesperados de Montse
obligaban al conductor a pisar el acelerador. Pol y Montse disputaban minuto a
minuto, a ver quién podía más.
Torbellinos
de carne y agua hacían mover su vientre en una danza dolorida. Sangre enfurecida y un sonido como de volcán
en erupción, ruidos extraños indicando que algo no estaba bien.
–Mama
mía...
–No
me diga que se rompió la fuente.
–Pues
creo que sí. Lo siento.
–
¡Porque tiene que pasarme esto! Es la última vez que permito que una
parturienta suba a mi taxi.
- Exclamó el taxista.
Se
desplazaban con una rapidez de carrera de autos y dejaban a todo el mundo
atrás. Una sustancia gelatinosa recorría las piernas de Montse como un húmedo
hilo.
El trayecto parecía de nunca acabar. Montse cerraba los ojos tratando que
controlar su dolor y todo le parecía oscuro.
Quería
llegar cuanto antes. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Diez minutos, media
hora? El auto por fin se detuvo. Llegaron a la Clínica del Pilar, en la calle Balmes,
justo en el centro de Barcelona, resguardados por la policía local. Revolvió a
oscuras su cartera y le pago al taxista.
–Tenga, por todos los inconvenientes.-
–
¿Nada mas? ¿Cree usted que con esto limpiaré el tapizado?- dijo el
incomprensible hombre.
Salió del auto y continuó su marcha, a esas
horas de la madrugada la atención en urgencias era deficiente. Montse se
tropezó ante las miradas grises y anónimas de algunos pacientes doloridos que
esperaban su turno para ser atendidos.
En la clínica, la enfermera de la noche
interrogaba nerviosa a la afligida e incoherente Montse:
-
Los documentos del seguro y el DNI.
-¿Cada
cuanto son las contracciones?
-¿Crees
que la rotura de la placenta ha sido completa?
-¿El
líquido era claro o sanguinolento?
Por la prisa Montse olvidó la documentación
que se requería para estos fines, se justificó diciendo que el padre de Pol lo
traería.
Recorrieron
un corredor que parecía interminable en una silla de ruedas. Tenía la impresión
de que no iba a ninguna parte, o estaba condenada a no salir jamás de ese
laberinto de pasillos. Ella cerró los ojos una vez más y volvió a perder la conciencia. Percibió que
la levantaban y la llevaron a una
pequeña cama de emergencias. Semiinconsciente, no protestaba para nada. Le
pusieron una lavativa, la rasuraron y le aplicaron por todo el cuerpo una
sustancia aséptica.
Transcurrieron una hora, dos,
tres... Entre contracción y contracción,
se durmió, soñó, deliró. Ya se sentía el ritmo de otro corazón, el pequeño
corazón de Pol que latía y su sonido era amplificado por la máquina. En otro
artificio, parecido a un detector de mentiras, se percibía la magnitud del
dolor en forma de agudas montañas.
De pronto, le pareció sufrir alucinaciones:
Entraron a la habitación dos jóvenes vestidas de blanco, cuanto más se
acercaban a ella se convertían en figuras amorfas. No, no estaba delirando,
tampoco soñando. Eran las anestesistas, que venían a ponerle la epidural. Le
explicaron que se pasaba de tiempo y que era imperioso hacerle la cesárea.
La droga insensibilizo la mitad de su cuerpo. Se sintió más tranquila y
el dolor había desaparecido, pretendió levantarse y salir de allí
inmediatamente, pero sus piernas no le respondieron. Montse empezó a llorar
desconsoladamente hasta que llegó Juanma, su marido, él estaba vestido a la
usanza de los cirujanos, todo de verde, al instante el médico:
-“Soy
el doctor Adriano Mideros. No se preocupen, todo va a salir perfectamente”.
A
Montse le pareció y dijo que la enfermera que la atendió hablaba como Gian Marco.
-
¿Quién y de dónde es Gian Marco?
Pregunto Juanma.
Montse alucinaba, estaba a punto de ser madre
y con cesárea y hacia el comentario más
estúpido del mundo, pensó. Casi siempre
le pasaba, en los momentos más importantes de su vida pensaba en situaciones
absurdas como, por ejemplo, si tal o cual artista era de tal o cual
nacionalidad.
–
¿Alguien sabe de dónde es Gian Marco? volvió a preguntar el nervioso futuro
padre.
Las
cinco personas que había en la habitación se miraron extrañadas entre ellas,
pensaron que la pregunta era irrelevante.
El doctor le tomo el pulso y dijo;
–Peruano,
Gian Marco es peruano como yo.
–Gracias.
Muchas gracias. Respondió Montse satisfecha.
El doctor le sonrío.
Montse estaba estirada sobre una camilla, mientras, Juanma nervioso como
padre primerizo componía mentalmente algunos poemas. Le acariciaba el vientre,
tal como vio en una película.
Ella ya estaba en la sala de partos. Pensó que era mucho más grande de
lo que se hubiera imaginado nunca. Todo era blanco, las máquinas, la vestimenta
de enfermeras, únicamente la del doctor era verde. En el cielo raso, una enorme
lámpara la deslumbró.
La luz era tan intensa que, aunque cerró los
ojos, vio resquicios en forma de estrellas. Se puso incómoda al escuchar como las
enfermeras ordenaban el instrumental, sonidos que le hacían recordar a la cocina de su madre en pleno
afán.
Empezó
el ritual: “Respiraba hondo, empujaba, respiraba hondo, descansaba”. Pero él
pequeño Pol no quería perder sus privilegios. Se aferraba a todas las vísceras
que podía encontrar. Ella cerraba los ojos y
parecía verlo, con cara contrariada, haciendo fuerzas para resistir sus
fuertes contracciones.
– Fórceps, dice el médico.
–
¿Está seguro doctor?, contesta la enfermera.
–
¡Fórceps ¡me cache en la mar! que se nos va!
Los fórceps hacían ruido en las manos de la
enfermera, el doctor atenazó el cuerpecito de
Pol y lo extrajo de las profundidades de Montse, en unos segundos, se escuchó
el llanto incontenible del neonato.
Él
pequeño continuaba llorando. Ya era un recién nacido de piel viscosa con restos
de sangre todavía en sus cabellos. Un niño que se acurrucaba lastimosamente
sobre el cuerpo de Montse, mientras con ayuda de la madre naturaleza buscaba
con su boca diminuta, la leche que ya rebosaba en sus senos.
Él niño lloraba sin lágrimas y todo lo demás
desapareció: La clínica, el médico, la noche de tormenta, el mundo entero, solo
Juanma sonreía satisfecho. Afuera en la sala de espera, toda la parentela,
hermanos, padres, primos, tíos, abuelos y dos abuelas, una de ellas
primeriza pugnaban por ver al nieto…
Montse pensó:
-Si pudiera, me levantaría ahora mismo y con
mi hijo en brazos, me iría muy lejos de aquí.
-El y yo solos, disfrutando plenamente el uno
del otro, sin intrusos, sin interferencias, siguiendo nuestro instinto, nada
más.
Arturo
Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE TIEMPO
Vilanova
y la Geltru-Barcelona-España/2013
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