Recuerdo las
vivencias de mi infancia y emergen tiempos felices, otros más tristes.
Coexistíamos once
personas, éramos una familia numerosa. Evoco aquella casa que cambiaba de color
según la disponibilidad de la “libra”, (el billete más trascendente de ese
tiempo) desde el blanco, verde, celeste, hasta un azul intenso, era de tres
plantas, edificada por papá con considerable esfuerzo a través de los años, los
ocho dormitorios y cinco lavabos (baños) repartidos en toda “la residencia
Mideros”, levantados para evitar las continuas disputas que generábamos cada
vez que buscábamos “privacidad” o que coincidíamos en bañarnos al
mismo tiempo.
Después de algunos
años cuando volví a ver nuestra vivienda, esta, lucía como antaño.
Rememoro aquella
escalera que conducía a la segunda planta, nacía entre el comedor y el salón,
reformada en varias ocasiones con delgadas gradas, barandilla de listón
matizada de castaño oscuro, puertas de madera pintadas color caoba ya
desgastadas por el uso continuo, los marcos de las ventanas de fierro de color
rojizo, sencillo, sin suntuosidades. El salón adornado con el televisor marca
Imaco de cuatro patas, pesado y grande, que no solo entretenía al clan, también
era diariamente la manzana de la discordia por la variedad de gustos al momento
de elegir tal o cual serie. La radiola de pino Philips, los discos de carbón de
45 y 33 revoluciones por minuto, se utilizaban los días festivos para las
celebraciones de cumpleaños, fiesta de la independencia, de fin de año, también
para que mis hermanas demostraran su talento en el baile, aprendían los
bailoteos que veían en la tele en blanco y negro. En ese espacio nos
encerrábamos, mis hermanas para imitar a los grandes del cine, de la farándula
mundial, dar vida a las "Chicas del Can", nosotros para remedar las
acciones de las películas del oeste. Asimismo, había un sofá de tres
cuerpos que algunas veces se destinaba
para dormir, dos sillones unipersonales y una pequeña consola de centro.
En nuestra
cocina había un referente: un armario colgante, una alacena que los primeros
días del mes se encontraba repleta de alimentos, a
medida que sucedían las semanas dejaba sentir las carencias, víveres que eran
abastecidos por el camión verde del bazar central militar, además,
constaba de una estufa de cuatro hornillas marca Cuba, primero funcionaba
a kerosene, luego se cambió a gas propano, la refrigeradora Coldex de 14’, en
ocasiones repletas de adoquines (ice pop) de frutas que endulzaban los veranos.
El lavatorio de aluminio, en los costados reposteros de mayólicas para
depositar las ollas y sartenes que nuestra madre custodiaba con esmero, una
pequeña mesa y asientos de madero.
Esta parte,
era el santuario de mamá, lugar donde preparaba nuestros sabrosos guisos, en
ocasiones haciendo malabares (estirando el alicaído presupuesto) por la
cantidad de comensales, mis hermanos y yo con el apetito de tigres hambrientos,
otras veces tratando de agradar a mis hermanas, cada quien, exquisita en sus
gustos culinarios. Ella aun se daba tiempo para ayudarnos con las tareas,
corregir, practicar las lecturas, auxiliarnos con los trabajos manuales de la
escuela.
Siguiente a
la cocina cruzando la puerta, estaba el cuarto de lavandería, contaba con un
gran lavadero de granito, una máquina lavadora-secadora marca Inresa y un tendal
de alambres recubierto de plástico y muchos ganchos de corcho.
Los cuartos
de baño (lavabo) distribuido en los tres pisos, todos pintados de
celeste, relucidos por la luz natural que se filtraba por la claraboya
medianera con la residencia del vecino. El pequeño lavamanos de losa en el lado
izquierdo, el retrete a lado derecho con la tapa quebrada en un extremo,
resultado anónimo de algún juego infantil que permaneció en secreto para
siempre, hacia el fondo, la bañera, sin grifo, únicamente un plato de ducha de
aluminio medio oxidado, en verano era una delicia recibir el agua fresca en el
cuerpo desnudo, en invierno, una odisea bañarse ya que no teníamos terma
eléctrica, nos habíamos acostumbrados a un baño gélido, en algunas ocasiones
calentábamos el liquido en la estufa para no sentir los rigores del agua
helada. Con el transcurso de los años las mayólicas de las paredes y losetas de
la bañera se quebraron dejando ver fondos oscuros.
La siguiente
puerta de la cocina atravesaba un corto pasadizo que te transportaba al huerto
donde mamá tenía su jardín, fiel testigo de nuestros juegos con la pelota y que
la viejita odiaba porque los pelotazos marchitaban la variedad de flores de su
multicolor edén. Por esa zona accedías a una ventana rectangular que daba al
comedor, desde allí observabas lo que ocurría en el salón. Por ese ventanal
descubrí quien era Papá Noel, quienes eran los reyes magos, tenía ocho
años y mis hermanos eran más pequeños, mis padres hacían tanto ruido para
colocar los regalos que era imposible pensar en la existencia de esos
personajes míticos.
A
propósito de esta reminiscencia, recordé una anécdota que me trasladó a la
infancia, en esos días gozaba ver en el salón el arbolito navideño lleno de
regalos antes de que lo abriéramos, esa noche apenas dormí, mi curiosidad
contribuía a no pegar los ojos y observar en qué momento depositaban los
presentes, despuntó y me levanté pronto. A esa edad ya sabía que mis padres
eran los encomendados de hacer realidad nuestros sueños, hacían lo que podían,
ellos no tenían mucho dinero pero disfrutábamos de todo lo que nos obsequiaban.
Ese año no recuerdo lo que pedí, pero no fue relevante, era feliz con cualquier
regalo. Me trajeron una espada de plástico duro color acero y mango negro, como
los que usaba Robin Hood (Robín de los bosques), los tres mosqueteros, o quizá,
El Zorro, florete que desde luego me gustó mucho, era un agasajo con el
que soñé a los ocho años. La dificultad llegó cuando uno de mis hermanos lo
vio, se le metió en la cabeza que empezó a hipar, luego a sollozar, luego en
llanto a “moco tendido”. Estaba inconsolable, no dejaba de llorar, no le
reanimaba los juguetes que le llegaron, ni que yo le dijera que jugaríamos
juntos, era irrealizable hacerle entrar en juicio. Al final mi padre me
dijo:
-“Mira hijo
dale la espada a tu hermanito, yo iré a ver si encuentro a los tres reyes Magos,
como van a camello no deben ir muy rápido, y les
preguntaré si les queda una espada sin importar el color o tal vez el tamaño”-
Me quedé
pensativo en lo que había dicho mi padre. Me preguntaba cómo va a encontrar a
los reyes si ellos no existían, eran solo un mito. Le di la espada a mi hermano
y estuve apenado. Mi padre salió y después de un par de horas regresó. Entró
muy contento, con un regalo entre sus manos, mis ojos se dilataron,
indudablemente que me quedé con la boca abierta, turbado.
-
“Hijo después de mucho caminar encontré a los Reyes, a Melchor todavía le
quedaba una espada, me la ha dado porque dice que te has portado muy bien y que
percibió tu generosidad.” -
¿Cómo era
posible? El día era festivo, las tiendas permanecían cerradas, era imposible
que hubiese ido a comprar. No disfruté de mi
juguete ni de los juegos, solo intentaba encontrar una explicación coherente a
ese milagro. Como solo era un niño, la inocencia infantil me devolvió la idea
que debería creer en Papá Noel y en los reyes magos.
Durante un
tiempo no pregunté nada sobre aquel suceso, inconscientemente disfrutaba pensar
que aun existían el viejito barbón y los Reyes, esa magia que envuelve las
fiestas de fin de año.
Tiempo
después aun sentía una gran
curiosidad y un día cualquiera pregunté a mamá lo que en realidad había
pasado, ella se echo a reír,
-
¿Aun recuerdas? - Me dijo.
Me explicó que mi padre fue a un mercadillo de una ciudad contigua a la
nuestra que solía atender todos los días del año, recorrió todas las
jugueterías hasta encontrar la espada. Aquella vez mi padre se convirtió en un
Rey muy especial y desde entonces creo en él por siempre...
Arturo Ruiz-Sánchez/PEDAZOS
DE TIEMPO
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