martes, 22 de abril de 2014

CAROLINA



CAROLINA
Carolina era una morena de figura agraciada. Llegó colmada de ilusiones. Todos le decían que era el país de las oportunidades. En muy poco tiempo de su estancia disfrutaba del modus vivendi de la gran mayoría neoyorquina. Aprendió a usar los innumerables recursos que la gran ciudad ofrece a propios y extraños, y que curiosamente quienes más aprecian son estos últimos. En su corto descanso de fines de semana, una de las cosas que más le gustaba, era pasear. A diferencia de sus amigas que se iban al “mall”; Carolina gastaba horas caminando por los salones llenos de tesoros de arte del Metropolitan Museum, otras veces hacía el recorrido de ida y vuelta en El Ferry, solo para contemplar la estatua de la libertad.
 No se cansaba de admirar de cerca aquella escultura que durante años solo había visto en fotos; pero la parada final del día, era siempre la multinacional del café.
 Con su ordenador personal (Laptop)  navegaba por horas en el firmamento cibernético, degustando la bebida aromática en cualquier modalidad, eso era lo más cercano con el sueño americano.

 A diferencia de muchos inmigrantes, se preocupó por aprender el idioma inglés, lo primero que hizo al llegar fue comprarse un diccionario de frases usadas con frecuencia en los quehaceres básicos. Vivía en el barrio coreano de Queens, en Flushing; precisamente allí, se enteró de la existencia de agencias de empleo, preferentemente para housekeepers, cuya clientela eran personas adineradas de zonas exclusivas de Long Island.
 En la agencia hablaban el castellano, de modo que no tuvo problema para inscribirse. En la entrevista le enfatizaron que por lo menos debería entender algo de inglés y que la llamarían en cuanto haya una “vacante”.  No tuvo que esperar mucho, al día siguiente la llamaron para una conversación con la patrona en ciernes. Descubrió que ser soltera, no tener hijos, ni novio, eran un “plus” que abreviaba la espera del ansiado trabajo.
 La futura jefe no pudo disfrazar la incomodidad del momento y la recibió con una sonrisa forzada, le interesaba contratar a alguien que no tuviera necesidad de ausentarse por tener que atender problemas personales. La reunión fue breve, lo preciso para fijar los quehaceres, (debía quedarse en aquella enorme casa “live-in” de martes a sábado) trabajando 10 horas al día. El salario, obviamente fue lo que más le gustó, el dinero que recibiría cada semana; comparó con las remuneraciones de su ex empleo de secretaria en una prestigiosa universidad en su ciudad natal. Lo que descubrió la dejó con la boca abierta: el pago que recibiría en un mes, era cinco veces más de lo que ganaba en su empleo de oficinista.
 Carolina se refugió en el trabajo; añoraba la pequeña oficina de la universidad, recordaba a la familia en pleno, a sus amigos. En las noches se llenaba de nostalgia, y rumiaba el no contar con esa tarjeta verde que le daría luz para cambiar su “infortunio”. Los fines de semana eran horas festivas, volvía a sentirse la chica ejecutiva de meses pretéritos.
 Como alternativa de ahorro, se arriesgó a compartir el apartamento con una señora con costumbres, gustos e ideas diferentes, de tal manera que surgió una difícil convivencia.
Ella para no coincidir en sus únicos días libres, salía a relajarse y caminar por las calles de la gran manzana, decidida a mejorar su aptitud frente a la coyuntura de existir en la gran ciudad.
Se matriculó en un conocido instituto de enseñanza del idioma inglés muy cerca al Madison Square Garden. Los domingos por la tarde, después de clases, se premiaba disfrutando de un aromático café en un Starbucks. Allí precisamente un domingo cualquiera por la tarde, coincidió en una mesa con Peter, le pareció apuesto y tuvo la oportunidad de practicar el idioma de Shakespeare.  Cuando conoció a Peter, pensó que se había sacado la lotería, él era “el gringo, alto, delgado, de ojos azules y cabellos rubios ensortijado”, el sueño de muchas latinas como ella. A partir de ese momento habían acordado verse  todos los fines de semana en el mismo Starbucks Coffee de Manhattan. Ella imaginó que era el lugar preciso para interactuar con el esperado galán.
Carolina, durante la semana laboral, no hacía más que esperar con ansias el fin de semana; el viernes para ella se convertía en fiesta. Desde la salida del sol realizaba sus labores cotidianas con otras motivaciones; trataba de dejar todo listo y esperaba las cinco de la tarde; se daba un baño refrescante, se maquillaba y se vestía muy sexi. Un cambio muy notorio se producía en ella, de ser una jornalera doméstica, de pronto se convertía en una mujer atractiva, sexy, interesante.
No se dio cuenta,  ¿En qué momento se había enamorado de Peter?
 En uno de esos encuentros, el galán le pregunto, por qué estaba en USA. Ella sin ocultar unas lágrimas que resbalaban por sus bellas mejillas, empezó a relatarle parte de la existencia que la entristecía:
“Creo que no estás familiarizado con el modus vivendis de los países latinoamericanos, casi siempre es lo mismo en las familias pobres de mi país; la miseria, hogares desmembrados, la maldición de los que menos tienen, muchas bocas pidiendo pan; y los padres, sin paternidad responsable, abandonan el hogar, dejan a la mujer sola, a los hijos; y empieza esa cruel agonía. Las necesidades, pocas las ofertas de trabajo, la remuneración básica que no llena la canasta familiar.
Mi padre llegaba ebrio a casa, gritaba y peleaba con mi madre. Ella sufría de arteriosclerosis, no podía moverse. Se le hinchaban las articulaciones, le dolían los huesos. Mi padre ante ese cuadro, cobardemente huyó. 
Con dos hermanos menores y mi madre enferma, tuve que asumir esa responsabilidad.  Busque trabajo, mañana, tarde y noche; pude encontrar en una universidad, lamentablemente lo que ganaba no era suficiente. Tenía que comprar medicinas, proveer de alimentos, gastos para la escuela, la ropa, el servicio de mantenimiento de la casa; en fin, una triste realidad. 
Tuve tanto miedo al sentirme sola y cargada de tamaña responsabilidad, me abrumaba solo de pensar en el futuro de mi familia, un futuro de hambre y de miseria; sentía que mi alma se perdía y que mis ilusiones se perdían irremediablemente. Y decidí venir al norte como una forma de solucionar el problema”.
Peter, la escuchaba silencioso tratando de entender esa naturaleza difícil del inmigrante, tal vez desconocido para él, pero, con Carolina empezaba a comprender que el mundo no solo era Estados Unidos de Norteamérica, sino, mucho más.
Después de ese día, continuaron encontrándose en el mismo lugar; luego caminaban largas horas por la ciudad. Ella estaba feliz, tenía a alguien que la escuchara de todas las vivencias de su jornada laboral, además le comentaba de los logros de sus hermanos en la escuela y del estado de salud de su madre. Peter, por lo pronto no era muy transparente, no le confiaba de sus actividades, solo refería que sus padres vivían en Boston, eran originarios de Italia, además, decía que era soltero, no tenía hijos y que trabajaba en MTA.
Carolina estaba complacida de la compañía de Peter, esa complicidad de fin de semana, la ponía feliz, esperaba que el sintiera lo mismo y le hacía ilusión que en cualquier momento le hablara de amor.

Continuaron viéndose, salían a pasear por los lugares simbólicos de la ciudad y después de varios meses un domingo cualquiera regresaron al café donde se habían conocido, Peter quería decirle algo importante, ella se moría de miedo e inquietud tratando de imaginar lo que diría; ella esperaba que le hablara de amor. Después de algunos intervalos de silencio y bebiendo a sorbos el cappuccino, Peter, empezó diciendo: Quiero explicarte algo que anuda mi garganta. 
     - “Tu representas para mí la ternura, todos esos días que coincidíamos en este lugar, sentía la fuerza de tu mirada, de tal manera que por un instante olvidaba mi condición y acariciaba la idea de ser un hombre normal, libre para amar y ser amado; despertaste en mi, un sentimiento muy singular, creo que "amor platónico". Lograste que me emocionara cada vez que presentía el estar junto a ti, el terror me abrazaba solo de pensar que no te encontraría; pero ves, no se pueden ocultar  verdades. Tengo tanto temor de confesarte la aflicción que me atormenta, me abrumo solo de pensar en mi futuro, de que nadie entienda mi condición; siento que mi alma se pierde y que mis ilusiones se acercan a una triste ruina. Las cosas buenas no siempre se dan para mí, y si es así duran muy poco, olvídate que existo, para mí el amor es imposible, mi horizonte es muy oscuro y está absolutamente cerrado”. Soy gay, soy homosexual…

   Ella tan solo podía escucharle, no comprendía casi nada, únicamente llegaba a sus oídos tenuemente la melodía de “La Boheme: de Charles Aznavour. Su cara pálida, sus ojos húmedos, ojerosa su mirada y se quebraba a cada instante…
Escuchaba silenciosa, estaba aprendiendo a conocer otro mundo, desconocido hasta ese entonces,  pero que estaba muy cerca.
Se despidieron, ella salió presurosa como siempre, buscando no sé qué; sin esperanzas, muy segura de su teoría para enfrentar las vicisitudes de la vida.
Muy segura que eran de mundos diferentes…

                                     Arturo Ruiz-Sánchez/JORNALEROS
                                                  New York
                                   www.arturoruiz-sanchez.blogspot.com
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