TARDE DE
DICIEMBRE
No sé si llorar o
estallar de risa recordando aquella tarde de Diciembre. Detestando mi
aislamiento y ceñido a la añoranza decidí salir a discurrir por la pequeña
ciudad de Astoria-Queens, New York.
Como todos los sábados en aquel lugar, el contexto era festivo, los árboles
y sus hojas de finales de otoño en una alegre danza, los pájaros y sus trinos
hacían contorsiones en el aire y se posaban en las desnudas ramas, la avenida
principal vestía sus mejores atavíos.
El ayuntamiento había instalado en los postes de alumbrado público coronas
de hojas de pino y bombillos multicolores en clara alusión a la natividad, los
automóviles circulaban con sus conductores nerviosos por el intenso tránsito,
las veredas desprendían aroma a diversidad y apresuradas marchas.
Se observaba los ventanales de las tiendas adornadas con motivos alusivos a
la fecha, en el interior repletas de personas ansiosas por entregarse al ritual
del materialismo trasnochado del consumismo.
El aire gélido y el murmullo del gentío estimularon mi curiosidad y
terminé en la puerta de entrada de un pequeño centro comercial. Inquieto me
recreaba contemplando a lindas mujeres en un ir y venir por la concurrida
avenida.
Era el barrio griego que recibía con
los brazos abiertos a la comunidad en general: europeos, latinos, asiáticos,
que circulaban en un franco regocijo.
Mientras aguzaba los sentidos mirando a las féminas, mis pensamientos
acariciaban ideas de nuevos romances. Desde que mi mujer falleció quedé
conmovido, desanimado por completo de la vida, situación que recrudecía en la
proximidad de las fiestas navideñas.
Mi esposa había fallecido hacía unos años y me dije: ¿Por qué no
tener otra oportunidad? pero… a pesar de mí casi cuarenta años creía estar
viejo y cansado para esos trotes.
¿Empezar otra vez?
Recordaba con certeza de ya no alcanzar el título de:
“Príncipe azul”…
A propósito de príncipe, lo más cercano que estuve de serlo fue hace una
semana precisamente en el centro comercial, un hijo de “la isla del encanto” (Puerto
Rico) me dejó un ojo morado. Me sorprendió con su mujer en el hábito sabatino
de lavar la ropa en un conocido Laundromat (tienda para lavar ropa).
Visitaba a mi amiga María “la portuguesa”, dueña del negocio. Releía mis apuntes
para un libro de cuentos, en ese momento mi concentración no era la más
adecuada, de tal manera que me costaba revisar el texto.
Se acercó una mujer rubia y delgada y me preguntó:
¿Qué leía?
Le expliqué lo de los cuentos; le comenté de mi intención de publicar mi
libro, que estaba tratando de terminar de corregir mi manuscrito, además, que
tenía la ilusión de enviarlo lo más antes posible, ya que mi editor esperaba
las correcciones, que él había desnudado una serie de errores en mi escritura y
que yo agradecido trataba de superar esos malos hábitos al escribir.
Para ella, el hecho de no ser un escritor famoso, no fue relevante y
me confesó que le gustaría relatarme parte de sus situaciones vivenciales y que
tal vez podría construir alguna historia de su vida.
Estaba encantado por la ocurrencia
de la rubicunda.
Aquella tarde la lavandería estaba atestada de clientes; sin imaginar lo
que sucedería estaba tranquilamente fungiendo de escritor plasmando los relatos
de la susodicha.
Habrían transcurrido menos de una hora, de pronto sin saber cómo sentí un
fuerte golpe en la cabeza, luego otro entre la ceja y el parpado. El porrazo me
adelantó la noche: vi la luna y las estrellas, estuve a punto de desvanecerme.
Sin saber lo que acaecía fui alzado
en vilo. Aun pasmado, sorprendido, dolorido, no atinaba a nada, como un ruego
se escuchó mi voz:
– ¿Qué pasa?
- ¿Qué pasa? “gritó un iracundo
hombre”
- ¿Y todavía lo preguntas so pendejo?
Era el marido de la rubia que vociferaba:
- “hijo de puta que haces con mi
mujer”…
Gracias a mi amiga lusitana, alta, carismática, autoritaria, que se paró
entre los dos y controló al irascible hijo de la isla del encanto.
Desde ese día juré no pretender ser un príncipe azul, estaré bien con el
título de:
“Varón de la pequeña Astoria y de la
Villa de Corona”.
Astoria,
NY
Arturo
Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE TIEMPO
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