Recuerdo aquella noche de luna llena. Las casas y
edificios adornados por las festividades de fin de año. Tú y yo en el coche mientras
atravesábamos Manhattan. El recorrido lo hacíamos sin pronunciar palabras,
únicamente la voz romántica de Charles Aznavour rompía el silencio. Escuchábamos
la señal de la radio y nuestra respiración cada vez más entrecortada.
Calles y mas calles vestidas de noches: Canal st,
Franklin, Chambers st, Spring, Charlton st…Los faros de los coches eran puntos
de luz convertidos en líneas continuas, estelas de estrellas fugaces que apenas
duraban un segundo. Me gustaría decir que te besé, que acaricié tu mano o que
te lancé miradas sensibles, pero no hubo nada de eso. Me atrevería a
afirmar que solo recuerdo el olor a ciudad extraña, el frío intenso y tu
complicidad callada.
Íbamos a tomar una copa en un
restaurante del barrio de la pequeña Italia, pero diste un giro brusco,
repentino, y cambiaste de dirección. Así fue como supe que nos dirigíamos a tu
casa en Steinway st. Astoria, Queens, y mi corazón se aceleró sin control.
Llegamos hasta tu apartamento, angosto y desierto como un
poema triste. Nos instalamos y brotaron nuestros deseos.
Mis cabellos se
convirtieron en el bosque de tus dedos. Anduviste un paso hacia adelante, tus
manos seguían acariciando mi cabeza, y el suelo de madera antigua, crujía, como
quejándose. Tus ojos azules me miraban fijamente, yo trataba de descifrar esa
actitud, tal vez era una clave que no deducía. Bajé la mirada y tú seguías
observándome sin decir nada.
Segundos eternos y ese beso, esas caricias que no se
repetía como aquella noche en ese instituto español.
Volví a acercarme a ti, esta vez te alejaste. Un remolino
en tu pelo delataba una caricia apresurada. Diste un paso, tus piernas misteriosamente
tropezaron, el suelo volvió a quejarse pero esta vez como aliviado. Te perdiste
en la oscuridad y un portazo brusco me dijo que no te siguiera.
Me sentía solo y perdido en el centro del salón vacío.
Abrí la boca pero mi voz se colaba a través de mi garganta. Busqué refugio, y
las paredes descoloridas giraron a mí alrededor sin dejarse tocar. Un
sillón sucio y desvencijado me acarició tímidamente como queriéndome brindar
cobijo. Me hundí en él, y esperé.
Cuando finalmente conseguí pronunciar tu nombre, el ruido
desafiante de la cadena del retrete sugirió que quizás todo había terminado. Un
minuto, dos, y apareciste entre tinieblas de gélida indiferencia. De nuevo te
enfrentaste a mí con el cabello todavía enredado y la mirada esquiva. En tus
manos, mi maletín invitándome a salir.
Había algo en tus ojos que decía “escápate”. Estabas
llorando pero seguías escondida tras tu silencio. El suelo parecía moverse como
arenas ondulantes pidiéndome también que me fuera.
Bajé corriendo la escalera. Me detuve delante de tu buzón
para leer tu nombre: Andorra La Bella escrito en letras gruesas. Reprimí una
lágrima y me lancé de nuevo a la noche fría.
Tenía el corazón helado. Decidí que después de esa
experiencia ya nadie más fundiría la escarcha de mi aliento enamorado. Estaba
nevando y las calles blancas habían borrado las huellas de las viejas promesas.
Los sueños que eran dulces se habían vuelto amargos.
Una vez en casa, abracé el vacío. No eras nadie, solo
aire frío y un vapor estéril que se escapaba de entre mis dedos.
Me revolví entre sábanas heladas y tan solo mis lamentos
me dieron calor…
Unos años más tarde, volví a verte, pero esta vez en la
pantalla de televisión.
Andorra, la bella bailadora, natural de Andorra la Vella,
era, en realidad, una asesina en serie. Sus victimas eran hombres extranjeros
sin parientes ni amigos en New York. Después de amarlos, los mataba y los
quemaba, escondiendo sus cenizas en el viejo apartamento, bajo el suelo de
madera antigua y sus lamentos.
PEDAZOS
DE TIEMPO/Arturo Ruiz-Sanchez
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