¿Recuerdas cuando te quedabas a dormir
en la vieja casa de la Rué Saint Antoine? Apenas había amanecido y el sol del estío
al entrar por la ventana jugaba con pequeñas briznas de polvo. Nos quedábamos
mirándolas en silencio hasta que uno de los dos decidía levantarse para el
refrescante baño matutino. Tú me decías que eran pedazos de tu alma que vagaban
inquietas en busca de cariño. Me habría parecido cursi si una lágrima no
hubiera brotado de donde nace la amargura. Tus expresivos ojos verdes se
impregnaban de nostalgia. Sin saber muy bien a qué venía aquel comentario,
sonreí. También tú sonreíste cuando te abracé acariciando tu largo cabello
sedoso y claro, primero suave y después más fuerte. Permanecimos así
hasta que tintineaba el aromático silbido de la cafetera. ¡Te gustaba tanto el
café!
Desayunábamos como si nada
ocurriese, como si el movimiento se hubiese llevado la polvareda y todos
nuestros problemas.
¿Aquellos días por qué no sacaste a
pasear tu amargura, tus dudas, tus recelos? Cómo cuándo discutíamos por
tonterías y decidíamos que llevaríamos días sin hablarnos y te ibas a
donde fuera. Andábamos y andábamos por aquel barrio bohemio, por la concurrida Rué
Saint Paul Ouest de Montreal… y no regresabas hasta que, de “acuerdo mutuo”
todo lo que pensábamos y sentíamos había salido a pasear con nosotros.
“Acuerdo mutuo”, siempre intercalabas
algún tecnicismo legal para recordarme que eras parte de la abogacía y ella de
ti.
Hacía tiempo que habíamos perdido la
comunicación. Yo olvidaba demasiadas veces decirte que te quiero. Las prisas,
las interminables horas en el ordenador, yo mismo…tú no me lo decías porque no
querías obligarme, además, hacía poco habías terminado una relación de tantos
años. Nada debe ser impuesto ¿recuerdas?
Todo lo nuestro era sin
obligaciones, sin condiciones… tú lo propusiste, era nuestra máxima hasta que
dijiste que te habías enamorado. Después…después todo cambió.
Tú y tus celos enfermizos. Ese afán
de posesión que te dolía, que a la vez te alimentara, que se había apropiado de
cada uno de nuestros argumentos, de nuestros discursos. Era previsible que
acabáramos así. Hacía tiempo esa silenciosa batalla a mí me hería y a ti te
estaba agotando por dentro y por fuera. Pero, nos queríamos.
¿Por qué no me pediste alguna
explicación? Yo no supe hacerte ver que no existía nada ni nadie que me
importará tanto como tú. Pero ya era demasiado tarde. Ya no podía explicarte
que lo que viste aquella noche, fue el desenlace de un mal entendido. Tendría
que haberte dicho que el abrazo, que el beso que viste, fue la despedida de
algo que nunca ocurrió. Podría haber ocurrido es cierto, pero si tú no hubieras
existido, si no hubieras sido mi amante, y es que eras eso y mucho más.
No me dejes, no me dejes, te dije
aquel día. Debimos hablar como siempre, sin angustias, sin prejuicios.
¿Por qué yo no me fijaría en la
respuesta a la nota que te dejé antes de ir a la cama?
Yo escribí con el deseo…
deslizándose en el papel saliendo de la tinta que lo dibujaba: “No olvides que
te espero”.
Te llamé un par de veces, pero no
llegaste. Aquella noche leí hasta que el libro se me cayó de las manos. ¿Por
qué no insistí una vez más?
En la mañana cuando oí el tumulto en la calle, noté el frío de la corriente que
se llevaba las volutas del polvo.
El silencio durmió plácidamente en la que fue nuestra
cama. Se me heló la sangre. Corrí hacía el salón, vi la ventana abierta de par
en par. Pegada al cristal mi nota y debajo tu respuesta como la voz que oculta
una sentencia: “NO ESPERES QUE TE OLVIDE”.
Arturo
Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE TIEMPO
Montreal, Cánada
www.arturoruiz-sanchez.blogspot.com
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