Todo empezó un martes por la noche
con una gotita en el techo de la cocina, justo encima de la nevera comprada en
cuotas. Pero en poco tiempo la mancha se fue haciendo más grande y Adriano
Charpentier temía que hubiera una filtración en el techo.
El sábado por la mañana llamó a
“Chávez-Castillo Construcciones”, la primera empresa que le recomendaron y cuya
tarjeta de presentación prometía el oro y el moro.
¡Perfecto mañana a las diez! Sí, sí, yo mismo
los estaré esperando. -Ojala que realmente sea como dicen en la publicidad- dijo
un poco bruscamente antes de colgar. “Prometen eficiencia y rapidez como
todos, pero después te tienen colgado dos semanas hasta que terminan. Y seguro
que me sale el doble de lo que presupuesten, porque parece que hacen mal los
números a propósito, para no asustar”, pensó mientras salía con rumbo a
Manhattan.
Al retornar lo primero que hizo Adriano al entrar fue
mirar al techo. Ahí estaba la mancha, en el mismo lugar y casi del mismo tamaño
después de un día entero aguantando las lluvias de Junio. Pero no era igual, o
mejor dicho, le pareció diferente.
¿Será por esta lámpara de bajo consumo a
la que todavía no me acostumbro?, quiso convencerse. Tenía ganas de
encender la tele de una vez, tirarse en el sofá a ver cualquier cosa divertida,
porque los días en el ordenador se le hacían cada vez más eternos.
Pero no hubo caso. Cada dos por tres
el ojo se le iba para el rincón del techo de la cocina. Antes de las ocho ya
estaba convencido de que no deliraba: la mancha había cambiado de forma desde
la mañana y ahora se parecía a una mujer.
Tenía las caderas un poco anchas, el pelo
largo pero apenas hasta la mitad de la espalda, la piel todavía bronceada en
sesiones parejas de mar y arena. La cara no se veía muy bien, como dejando que
quien quisiera mirarle rellenara el color de los ojos, el perfil de la boca y
la forma de las cejas. Estaba medio acostada como las modelos de los avisos de
perfume, por lo que no se distinguía bien si tenía pechos grandes o si era simplemente
un juego de sombras.
¿Qué iba hacer, siempre solitario
con una mujer esperándolo cada noche en el techo de la cocina? Por suerte ya
había contactado con los de la empresa de remodelaciones.
Se quedó tranquilo pero decidió que era
mejor no aventurarse en los dominios de aquella extraña. Fue directo a la
nevera, en el lado izquierdo tenia direcciones de restaurantes, de
estilos y sabores diferentes.
“Que gran invento los delivery, sobre todo
cuando uno tiene la cocina invadida por quienes no desea”, dijo en voz alta, a
ver si la damisela se daba por aludida.
Cuando sonó el timbre, ya tenía la
alicaída billetera preparada en la mesita del living. En el camino hacia la
puerta de entrada del edificio se cruzó con Pedro. Aunque no eran amigos, a
veces charlaban, sobre todo los viernes en la tarde. “Que no me pregunte, que
no me mire con esa cara de santo envalentonado, que encima me voy a tener que
comer la burla por estar siempre despotricando contra los que compran
comida”, se dijo a sí mismo como si rezara.
- Ya
sabía yo que algún día te iba a agarrar comprando comida. Espero que por lo menos no sea carne y menos entraña- le
soltó el vecino, con más simpatía que malicia.
Es que invite a cenar a una amiga y no me atrevo a
cocinar para otra persona- fue lo primero que se le ocurrió. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué una mujer
hecha toda de agua y pintura amarilla no me deja cocinar?”, se justifico.
La carne era
entraña, la carne mas livianita que se encuentra en el menú. Puso los cubiertos
en la mesa como si en vez de ansiedad tuviera invitados. En una rápida incursión
al territorio del pequeño bar le quitó el corcho a una botella de Cabernet
Sauvignon y se sirvió una copa, cantidad precisa que le recomendó el
cardiólogo, recomendaciones que él no seguía. Terminó de cenar con la esperanza
de que ella se hubiera ido a dormir. Pero no, ahí estaba, tan tranquila como
cuando la descubrió. Y tan hermosa. Mejor irse a la cama porque desde la
pubertad creía que a las mujeres les cae bien un poco de indiferencia.
Se quitó la ropa del día, se lavó los
dientes y a la mitad del pasillo reprimió el repentino impulso de desearle las
buenas noches.
A la una y veinte seguía tan despierto
como cuando se metió entre las sábanas y empezó a resignarse a que esa noche no
estaba solo. ¿Cómo se llamaría? De ninguna manera podía ser María José, aunque
vivía en las alturas, tampoco Cindy, aunque tenia pinta de modelo no le
quedaría bien el pelo rubio. Quizá Adriana, quizá Elizabeth, quizá Beatriz,
quizá Laura. Después de todo podía levantarse y preguntarle pero temió un
silencio descascarado por respuesta. Mejor llamarla Eva, eso es, Eva como la
mujer del paraíso perdido. Siempre soñó con enamorarse de una Eva, que tuviera
el cabello largo y los ojos color canela. ¿Lo estaría esperando ahí arriba?
A las tres de la madrugada Adriano
Charpentier admitió que se había enamorado perdidamente, era un insomne feliz.
Sabía que era definitivo como todas las cosas de su vida que empezaron de
repente. No le hacía falta saber más, pero el hecho de haberse dormido sin
mirar el reloj en el último segundo de conciencia fue una prueba irrefutable.
Cuando despertó tuvo que esperar un buen
rato hasta que pudo hacer la llamada.
Sabía que era difícil, pero había estado
pensando como disculparse con los “Chávez-Castillo Construcciones”.
-
Si, ya sé que los llamé ayer para acordar una visita, si. También sé que
los traté mal porque estaba apurado. No señor, no me olvido que les dije
que era urgente, que el techo se me iba a caer a pedazos. Pero compréndanme,
señor. Lo consulte con mi mujer y por ahora Eva no quiere reformas.
Arturo
Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE TIEMPO.
que curiosa historia
ResponderEliminarBuena imaginacion.
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